En el escenario actual, se han cerrado no sólo las puertas de entrada, sino también las de salida de los Estados. Así, como apátridas, los migrantes acampan frente a sus consulados, a merced del frío y la solidaridad. Ahora que su fuerza de trabajo precarizada ya no resulta útil o necesaria, ahora que ya no hay remesas que enviar, no hay patria que quiera acogerlos.

“En inmensas caravanas, marchan los fugitivos de la vida imposible. Viajan desde el sur hacia el norte y desde el sol naciente hacia el poniente. Les han robado su lugar en el mundo. Han sido despojados de sus trabajos y sus tierras. Muchos huyen de las guerras, pero muchos más huyen de los salarios exterminados y de los suelos arrasados. (…) Los náufragos de la globalización peregrinan inventando caminos, queriendo casa, golpeando puertas: las puertas que se abren, mágicamente, al paso del dinero, se cierran en sus narices”. Esto escribía, hace tiempo ya, Eduardo Galeano sobre los emigrantes.

En el escenario actual, esas imágenes se han multiplicado con una fuerza viral. Ahora se han cerrado no sólo las puertas de entrada, sino también las de salida de los Estados. Así, como apátridas, los migrantes acampan frente a sus consulados, a merced del frío y la solidaridad. Ahora que su fuerza de trabajo precarizada ya no resulta útil o necesaria, ahora que ya no hay remesas que enviar, no hay patria que quiera acogerlos.

Este microscopio social que ha sido la pandemia ha amplificado certezas que ya teníamos: por ejemplo, esa que señalaba Hannah Arendt cuando decía (en relación a los refugiados) que, aunque los derechos humanos son algo que debiésemos tener asegurados justamente en nuestra calidad de humanos, “no tienen ninguna realidad si no se los podemos reclamar a algún Estado-nación en particular”. Y aquello que afirmaba de modo contundente Abdelmalek Sayad: “Al final, un inmigrante sólo tiene razón de ser en un modo provisorio y como condición de que se conforme a lo que se espera de él, sólo está aquí y sólo tiene su razón de ser por el trabajo…; porque se precisa de él, en cuanto se precisa de él, para aquello que se precisa de él y donde se precisa de él”.

Lo ocurrido durante la última semana en torno al “Plan Humanitario de Regreso Ordenado al País de Origen para Ciudadanos Extranjeros” (Resolución Núm. 5.744 exenta, 2018) es una síntesis bastante transparente de estas afirmaciones. El plan, implementado a pocos meses de asumido el actual gobierno, fue calificado por varias voces –de organizaciones de y para migrantes, e investigadores en temas migratorios– como una forma de deportación indirecta, orientada inicialmente, sobre todo, hacia la población haitiana residente. La principal razón para esta calificación era que el migrante que decidía acogerse al plan debía firmar un compromiso de no retorno al país por 9 años, un aspecto, entre otros, que resultaba evidentemente contradictorio con la calificación de “humanitario” que lleva en su nombre el programa.

En efecto, el discurso humanitario y de derechos humanos se ha utilizado en varios escenarios nacionales como argumento legitimador de políticas que han tenido en la práctica un carácter restrictivo y, explícita o implícitamente expulsor, como esta. Para ello, se recurre a la vulnerabilidad, y al sufrimiento social que ella puede implicar, como base para argumentos morales que operan como justificaciones de estas medidas. En este caso, la situación de pandemia, y de precarización extrema que están experimentando muchos migrantes, como los que acampan frente a los consulados, servía de evidencia aparentemente incuestionable para esa supuesta ayuda humanitaria para regresar a sus países de origen.

Así, en las últimas semanas, el plan reemergió en la agenda pública como una medida que (en teoría) apuntaba a dar respuesta a la espera de tantos migrantes que, sin trabajo ni lugar donde vivir, aguardan a la intemperie, frente a las representaciones consulares de sus países de origen, esperando regresar a su tierra, a sus redes de familiares y amigos. El hecho de que se recurra a esta medida como una respuesta a la desesperación de estas personas, que deben firmar ese compromiso de no retorno para acceder al eventual “beneficio”, generó la reacción de organizaciones de y para migrantes, que la calificaron como una forma de “chantaje”. El propio texto de la resolución que creó (en 2018) el programa sostiene que, para acceder a él, la decisión de retornar al país de origen se debe adoptar de manera libre y voluntaria. Si ya era cuestionable la libertad y voluntariedad de la decisión de muchos migrantes en situación de precariedad antes de la pandemia, lo es mucho más ahora.

Frente a este escenario, un grupo de migrantes colombianos presentó la semana pasada una demanda de amparo, ante la Corte de Apelaciones de Santiago, contra el Ministerio de Relaciones Exteriores, solicitando “se les deje salir del país sin que se les imponga o concrete alguna medida de expulsión, abandono, o multa, y sin que se les imponga, ni siquiera posteriormente a su salida alguna resolución o decreto que les restrinja o prohíba el ingreso al país”, y pidiendo que se disponga orden de no innovar hasta que la Corte resuelva sobre el asunto. Es que, como señalan abogados expertos en la materia, la prohibición de retorno al territorio nacional por una determinada cantidad de años (o bien por tiempo indefinido) es una medida que, aunque está contemplada tanto en el régimen penal como en el administrativo, se asocia a una expulsión, es decir, constituye una sanción ante una infracción. Por lo tanto, con este plan se está aplicando de modo arbitrario una sanción sin haber habido infracción alguna, lo que constituye una amenaza para los derechos humanos de los extranjeros en Chile y pone en cuestión la retórica humanitaria y de derechos a la que se ha recurrido para sustentar el plan en general, y su uso en estas circunstancias en particular.

Si bien la Corte de Apelaciones de Santiago acogió la orden de no innovar originada por el amparo, finalmente, hacia el final de la semana, el plan se canceló, desentendiéndose el Estado, sin pudor alguno, de las expectativas generadas en aquellos migrantes que adhirieron a la medida y firmaron sus compromisos. Y, también, de la de aquellos chilenos que están en circunstancias semejantes en Colombia, y que tomarían ese mismo vuelo en su regreso al país.

Al hilo de estos hechos, volvemos a las preguntas que ya nos inquietaban, pero ahora desde un enfoque excepcional que amplifica lo evidente, aquellas con que la migración nos ha interpelado en torno al vínculo entre ciudadanía, derechos, Estado y capitalismo. Lo claro es lo siguiente: si el carácter de humanos nos garantiza la posesión de derechos, no puede haber fronteras geopolíticas que los nieguen, ni aportes económicos que nos hagan merecedores de ellos. Entonces, parece que de lo que se trata es de recuperar el potencial crítico de los derechos humanos.

Fuente: El Desconcierto

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