La pandemia ha generado una especie de “ficción política”, es decir, una ‘verdad’ de lo real que se produce en relación a un virus altamente contagioso y para el cual por el momento no hay cura. Una ficción política amplificada por el cerco mediático, donde los medios hegemónicos despliegan sus recursos espectacularizando las muertes, contagios, medidas sanitarias y la voz de “expertos”. El espectáculo televisivo transmite más de 8 horas diarias de tragedia, preocupación, temor y cuidados, alternados con farándula y publicidad adaptada a este fin de los tiempos. Así siguen pasando los días y la frontera entre la angustia y la risa son cada vez más difusas; quizás es válido preguntarnos si nos estamos volviendo inmunes al terror.
En este punto, es importante aclarar que la intención no es discutir la existencia o no del virus, sino más bien los usos políticos de la pandemia. Mientras tenga una existencia en nuestra vida pública el COVID19 existe y eso es indiscutible. Ahora la amenaza o la alerta no es el coronavirus en sí, sino los usos políticos que están poniendo en marcha los Estados ante la “emergencia sanitaria” y esos usos están imbricados en la exacerbación del peligro, la ansiedad y el miedo al “contagio”. La amenaza es la desconfianza ciega hacia lxs otrxs.
Quizás algunxs se preguntan ¿Por qué discutirlo ahora? La respuesta es clara y dolorosa: La revuelta social en Chile no la detuvo un tanque militar, la detuvo la prosa del contagio. La institucionalización de la impunidad ante la muerte, la violencia, la tortura y la prisión política del gobierno de Sebastián Piñera y el Estado empresarial chileno, no ha sido legitimada por las promesas de reformas y acuerdos constituyentes, sino que el Estado de excepción. En este contexto, es importante preguntarse ¿Cómo opera la prosa del contagio? Fundamentalmente se sostiene en una retórica de desconfianza y miedo a lxs otrxs. El virus se aloja en cuerpos y ante el peligro de ser objeto de contagio hay que tomar una distancia, alejarse de lxs otrxs. Una distancia física, pero sobre todo una distancia ético-moral que bloquea y sanciona nuestra capacidad de solidarizar con otrxs. Utilizando la pandemia, el poder constituido ha logrado desmantelar e incluso criminalizar las redes de solidaridad de grupos, colectivos y/o comunidades que comenzaban a desprivatizar sus dolores, sus frustraciones, su explotación, y que acumulaban fuerza para desbordar, ya no solo con cuestionamientos, la sociedad neoliberal. Si algo puede lograr la prosa del contagio es autoinmunizarnos frente al dolor del otro.
El COVID19 opera como una tecnología de invención de la subjetividad, que es profundamente neoliberal. Reduce lo público a una serie de individuxs protegiendo su metro cuadrado, con mascarillas ojalá personalizadas; individuxs que resguardan lo suyo y vuelven a privatizar sus vidas. Individuxs que no cuestionan el carácter segregador de los decretos de cuarentena, ni reconocen que el hashtag: “Quédate en casa” es un lujo en un país profundamente desigual e injusto. Incluso hay quienes reproducen las postales de las campañas publicitarias apelando a una imagen bucólica de la vida doméstica; una especie de retorno al hogar y a un tiempo familiar para cocinar y compartir, obviando todas las violencias que se cometen en cuatro paredes y negando las realidades de aquellxs sin casa (arrendatarios, allegados, migrantes hacinados, campamentos), de aquellxs sin trabajo (las múltiples formas de precariedad laboral: Subcontrato, honorarios o boleta, informal e independiente), y de aquellxs que viven el día a día sin ninguna seguridad, garantía o bienestar
La ficción política de la pandemia construye un “cerco neoliberal” descarado, donde la vida pública se reduce a un tránsito funcional y vigilado: Una ruta unidireccional que va del trabajo a la casa; mejor aún si este tránsito se reduce con la modalidad del “teletrabajo”, haciendo más rentable la productividad. Una vida pública donde son muestras de civilidad las largas filas que esperan consumir en supermercados, farmacias o mall, mientras la sociabilidad de ferias libres y la venta callejera son traducidos como focos de infección, caos y descontrol. La prosa del contagio refuerza un habitar en el mundo burbuja: La vida online. Las relaciones de producción de la vida social se reducen a la conexión en plataformas virtuales para educarse, trabajar, ver películas, transmitir charlas simultaneas (paradójicamente, si no estás en Zoom no existes) y, principalmente, “compartir” selfies, memes, fake news y las infaltables frases de autoayuda. Un mundo burbuja donde todxs estamos a salvo; no hay más peligro que la conectividad sea lenta o se caiga.
La interacción con lxs otrxs se torna funcional y sobre todo despolitizada, puesto que la prosa del contagio apela a una “unidad”, a un “cuidémonos entre todos” desde donde cada cual encierra su subjetividad en prácticas privadas de autocuidado, la que se valoriza en relación al egoísmo, la indiferencia y la indolencia ante el padecimiento de otrxs. Esta sumatoria de individuxs disciplinadxs y comprometidxs no librará de enfermar y morir. Esta muestra de unidad y civilidad responde a una falacia neoliberal: “El virus al igual que la muerte no discrimina, es decir, cualquiera puede enfermar. Las condiciones materiales no importan, ante la muerte todos somos iguales”; como si la muerte anulará las condiciones de desigualdad e injusticia. En esta ficción política las relaciones de poder que sostienen la estructura de dominación capitalista están invisibilizadas, cuestionar al poder constituido en estos momentos es irresponsable y nos puede llevar a la muerte.
La prosa del contagio constituye lo que el poder neoliberal ha denominado: La “nueva normalidad”, donde la huida o subversión como posibilidad de creación se torna temerosa y difusa, mientras el poder constituido e instituido se fortalece aprobando en modo de “emergencia” proyectos de ley que profundizan la impunidad, la corrupción y la explotación. De alguna manera, el capitalismo saca su verdad, despliega sus bienes y se “reinventa” en su capacidad de “gestionar” la pandemia. Parafraseando la lucidez de Franz Fanon, una certeza que debemos reconocer y derrumbar es que lxs dominantes han hecho y sigue haciendo a lxs dominadxs. Hemos internalizado la prosa dominante, ésta nos ha colonizado.
Asumir este colonialismo interno nos ayudaría a explicar cómo el COVID19 reactiva la experiencia de dominación al cual nos confina la “prosa del contagio”, llevándonos a tal nivel de disciplinamiento que la responsabilidad de la pandemia es asumida de manera individual. Cada persona debido a su porfiadez, a su irracionalidad, incluso a su maldad, es responsable del contagio, y debe sentir el peso de la culpa. La sanción no sólo proviene de las fuerzas represivas y jurídicas institucionalizadas sino también de lxs buenxs ciudadanxs que reprochan y criminalizan a quienes no obedecen el nuevo sentido común, incluso pueden llegar a violentar o amenazar a lxs contagiadxs y a quienes se considera población de riesgo, expulsándolxs o haciendo su vida intolerable hasta que decidan arrancar de sus casas o del país, ello explica en gran medida el éxodo de migrantes. Esta persecución o criminilización de lxs otrxs, evidencia el colonialismo más brutal, aquel que nos aísla y deshumaniza.
Rompamos la burbuja pandémica antes que la prosa del contagio se nos haga sentido común y las mutaciones del virus se transformen en una nueva fase civilizatoria del neoliberalismo.
Lorena Bugueño
Colectivo El Kintral
Fuente: La Peste