La demanda por una salud pública digna lleva años haciendo sentido a buena parte de la población, pero es en plena pandemia COVID-19 cuando se hace más claro que nunca la necesidad de contar con un sistema eminentemente público, que garantice universalmente la salud de la población, sin discriminaciones ni desigualdades de ningún tipo. No cabe duda que esta crisis, por su hondura y su tragedia, abre un espacio a cambios sustanciales en cómo se estructura la sociedad, es tarea en los tiempos que se abren que esas transformaciones avancen en un sentido de restitución de derechos. Redirigir con solidaridad los recursos a un fondo universal para financiar un nuevo modelo sanitario, es un paso clave.
La pandemia del COVID-19 ha constituido una de las crisis sanitarias más importantes del último siglo y sus implicancias más allá del ámbito asistencial, repercuten fuertemente desde el punto de vista económico y social. En este escenario, se develan contradicciones y se agudizan conflictos que solían expresarse en forma menos escandalosa y se ponen a prueba las distintas fórmulas para resolver los problemas colectivos.
La demanda por una salud pública digna lleva años haciendo sentido a buena parte de la población, pero es en plena pandemia COVID-19 cuando se hace más claro que nunca la necesidad de contar con un sistema de salud eminentemente público, que garantice universalmente la salud de la población y, sin discriminaciones ni desigualdades de ningún tipo.
Lo público y lo privado, lógicas de salud contrapuestas que ya hacían aguas
Los sistemas públicos y privados tienen una estructura distinta. El público no tiene un afán de lucro, sino que pone el acento en mejorar la salud y vida de las personas. En tanto, el privado se organiza en torno de la maximización de utilidades, lo cual se traduce en ineficiencias como el hecho -ampliamente documentado en la literatura especializada- que las aseguradoras privadas incurren en importantes gastos administrativos, dedicados a la selección de pacientes “menos riesgosos” (y a utilizar subterfugios para deshacerse de los “más riesgosos”) para incrementar las ganancias.
El sector privado, además, obedece a una concepción ideológica de la salud que es derechamente contradictoria con resguardar la salud de la población en forma efectiva. El sector empresarial ve a la salud como un bien transable y justifican abiertamente el mercado de Isapres y clínicas, como forma de organizar la atención de salud y obtener utilidades, pese a todas las contradicciones e injusticias que produce. El mayor costo en clínicas obedece a criterios muy lejanos a un sentido sanitario: el valor de ítems de hotelería y marketing, la práctica de solicitar exámenes innecesarios, estadías de pacientes más prolongadas, sobreutilización de la atención de especialistas, entre otros. Esta lógica perversa de basar la organización de los servicios de salud en la lógica de la maximización de utilidades, implica, principalmente, ver clientes donde en las instituciones públicas sólo se ve pacientes, lo cual produce diversas distorsiones en el cuidado de la salud.
Una concepción mercantilizada e individual de la salud, en una sociedad como la chilena, marcada por enormes desigualdades, determina que aquellos con menores recursos tienen todo que perder: eternas listas de espera, colapsos de servicios de urgencia, años para intervenciones quirúrgicas, incapacidad de pago de tratamientos y medicamentos. A los sectores más humildes, a la enfermedad se le agrega la angustia e incertidumbre de si podrán recibir un buen tratamiento.
No se debe olvidar que estas injusticias ya se habían vuelto intolerables en nuestra sociedad, que uno de los reclamos que se alzaba con más fuerza durante las movilizaciones desatadas desde el 18 de octubre, era aquel en contra de esta odiosa separación entre salud para ricos y para pobres y, en favor de un nuevo sistema de salud que garantizara efectivamente el derecho a la salud a toda la población.
Lo que la pandemia develó
Durante esta crisis sanitaria han quedado de manifiesto las prioridades del empresariado de la salud; la primacía de la defensa de sus ganancias por sobre cualquier perspectiva de salud pública. Esto ha tenido su expresión concreta en diversos hechos:
El alza de los planes de las ISAPREs en medio de un escenario de masivas pérdidas de empleos y de aumento de la incertidumbre económica, que persigue el doble objetivo de mitigar una reducción de las recaudaciones, al mismo tiempo “deshacerse” de afiliados menos rentables.
Rechazos masivos de pagos de licencias médicas por parte de las ISAPRE, incluyendo aquellas fundamentales para el cumplimiento de las medidas de distanciamiento físico, contraviniendo el manejo de la pandemia, pese a experimentar notables aumentos de utilidades en el último trimestre.
El ejercicio de presión pública por parte de las clínicas de Chile para retomar las actividades asistenciales presenciales, en condiciones que no era prudente relajar medidas de distanciamiento físico aduciendo una supuesta crisis financiera del sector (al tiempo que otros retiraban millonarias utilidades).
Que numerosos centros privados de gran envergadura hayan acudido a beneficios crediticios y algunos, incluso, se hayan acogido a la Ley de Protección del Empleo, destinados a empresas de menor tamaño, produciendo en paralelo el despido de cientos de trabajadores/as de la salud.
Todo lo anterior deja en claro que a la hora de la verdad, la lógica empresarial es incompatible con la protección de la salud de la población. Pero esto en ningún caso implica idealizar el rol que ha cumplido el sector público de salud, que si bien ha sido fundamental para contener los efectos de la pandemia, ha sido a expensas del desgaste y grandes esfuerzos de trabajadoras/es de la salud en medio de condiciones adversas, dadas por una desprotección desde el Minsal.
Además, han quedado en evidencia la inequitativa distribución del personal y de la infraestructura para la atención médica de servicios críticos, que en condiciones de pandemia se vuelve decisiva. No solo entre el sector público y privado, sino que ha sido evidente – aunque era ya consabido – que los municipios de mayores recursos han puesto a disposición recursos propios para tener mayor capacidad de respuesta frente a la crisis.
Entonces, una vez más aparece como imprescindible contar con un Sistema Nacional de Salud Universal, que cubra a toda la población y se erija, sobre principios de seguridad social y equidad en salud, entre otros.
Del abordaje de la pandemia al futuro del sistema de salud
La historia de nuestra salud pública se ha ido construyendo de la mano con los desastres que hemos enfrentado. Es una historia conocida que el terremoto de Chillán, a mediados del siglo pasado, fue un hito relevante para motivar el posterior levantamiento de un Sistema Nacional de Salud, en cuanto dejó al desnudo la precaria capacidad de los servicios de salud fragmentados y dependientes de la caridad de organizaciones privadas, para responder ante emergencias sanitarias. Parece ser que este continuo de crisis entre las movilizaciones del 18 de octubre y la pandemia del COVID-19 podría cumplir una función similar, al demostrar trágicamente la insostenibilidad de un modelo de salud mercantilizado y plantear la necesidad de un Fondo Universal que permita financiar un Sistema Nacional de Salud que se haga cargo del cuidado y protección de toda la población.
Los esquemas de financiamiento con un “fondo común” y “pagador único” son más eficientes y equitativos, puesto que i) reducen los grandes costos administrativos orientados a la selección de riesgo ii) invierten en el sistema de salud lo que hoy son millonarias ganancias de clínicas y aseguradoras privadas iii) se basa en lógicas solidarias entre jóvenes y viejos, sanos y enfermos iv) distribuye de forma más racional los recursos a nivel nacional en función de necesidades, mitigando las inequidades territoriales.
La posibilidad de hacer estas modificaciones estructurales en el financiamiento, que permitan materializar una salud como derecho social, pasa por confrontarse directamente a los intereses del negocio en salud que hoy representan las aseguradoras privadas y clínicas.
Considerando que por los efectos económicos y laborales de la pandemia, se hace imprescindible un activo involucramiento del Estado en la economía -garantizando una Renta Básica de Emergencia a la población, promoviendo el desarrollo de ciertas actividades económicas ante un escenario internacional adverso- y que esto a su vez exigirá impuestos más progresivos (como los denominados a los súper-ricos), parece ser un momento propicio para una inyección sustantiva de recursos en el sistema de salud, que se debe sostener en el tiempo para un robustecimiento de largo plazo de la capacidad de la red de instituciones públicas del sector.
No cabe duda que esta crisis, por su hondura y su tragedia, abre un espacio a cambios sustanciales en cómo se estructura la sociedad, es tarea en los tiempos que se abren que esas transformaciones avancen en un sentido de restitución de derechos. Redirigir con solidaridad los recursos a un fondo universal para financiar un nuevo modelo sanitario, es un paso clave para recuperar la salud como derecho social.