La adjudicación de una licitación pública por parte de la Subsecretaría de Prevención del Delito para la instalación y arrendamiento de 1.000 cámaras de vigilancia con reconocimiento facial a un precio de $13.900 millones, en plena crisis social y sanitaria, constituye una acción totalmente irresponsable, mayor aún que el comunicado de las Isapres sobre el alza de planes o la decisión de las grandes empresas que se plegaron al congelamiento de contratos, repartiendo utilidades cuantiosas a sus accionistas. Pues, en el caso que nos preocupa, estamos hablando de una decisión del Estado, responsable del bien público. No nos vaya a pasar que el día de mañana los hospitales colapsen, la cesantía llegue a los dos dígitos, la pequeña empresa quiebre, se cierren las becas de estudio al extranjero, pero nos quedemos con el arriendo de estas cámaras de televigilancia.
A 12 días de haberse decretado el Estado de Excepción en Chile, el 18 de marzo, y en plena consciencia de los estragos que provocaría el COVID-19, la Subsecretaría de Prevención del Delito adjudicó una licitación pública para la instalación y arrendamiento de 1.000 cámaras de vigilancia con reconocimiento facial e inteligencia artificial, por un total de $13.900 millones (US$16,2 millones). Indudablemente surgen algunas interrogantes: ¿Es pertinente tal inversión en medio de una crisis sanitaria nacional y mundial? ¿La justificación técnica de este arriendo se sustenta en evidencia sobre la afectividad de la televigilancia? ¿Existen en Chile protocolos deontológicos para quienes tendrán el manejo de las cámaras de vigilancia, ahora con reconocimiento facial e inteligencia artificial? ¿Existió alguna forma de debate y participación ciudadana en la toma de decisiones previa? Por ahora, hay más incertidumbre que otra cosa, además del silencio de la autoridad.
Respecto a la pertinencia del arriendo de estas 1.000 cámaras de vigilancia, a un costo de $13.900 millones en plena crisis por el COVID-19, el veredicto parece simple. Ante los recortes a los presupuestos de ministerios y servicios que ha llevado adelante el Gobierno, resulta inverosímil continuar con este contrato que significará un desembolso importante de recursos para el 2020 y 2021. Especialmente cuando miramos a países de la Unión Europea que han reaccionado y redireccionado rápidamente los fondos sectoriales sin miramientos, priorizando todos los fondos europeos, con el objeto de limitar la propagación del virus, asegurar los materiales médicos, potenciar la investigación médica y por, sobre todo, sostener el empleo de los más desfavorecidos, las empresas y la economía.
Con esto, surgen a lo menos dudas de cuál fue el real criterio que utilizó la autoridad para determinar que este monto, en plena crisis, es el idóneo para implementar una política de seguridad. Al parecer, siguen siendo los fantasmas de un pasado no muy lejano, de quienes están dirigiendo el Estado. Pero esta inversión flaquea no solo por el momento en que se realiza, ni por los miedos de octubre, sino también por la evidencia que la sustenta.
Siguiendo con nuestro segundo cuestionamiento, respecto a si esta inversión en 1.000 cámaras de vigilancia se justifica técnicamente, el veredicto también es bastante simple. De hecho, los resultados de los estudios internacionales que se han realizado para corroborar la causalidad entre presencia de televigilancia y disminución de delitos no son concluyentes, es más, algunos son contradictorios.
En Inglaterra y Estados Unidos se ha confirmado un efecto espurio, mientras que, en Suiza y Canadá, ninguno. Estudios llevados a cabo por la Home Office británica a inicios de la década pasada arrojaron que el impacto de la presencia de cámaras en la incidencia de delitos es marginal. Estudios de metanálisis en Estados Unidos llegaron a resultados similares. Una conclusión más matizada logró un estudio realizado entre el Instituto Holandés para el estudio del delito, la Universidad de Northeastern y la Universidad de Cambridge: las cámaras pueden ser efectivas en algunos lugares y frente a algún tipo de delitos.
La televigilancia cumpliría su objetivo de disuasión en recintos cerrados, tales como estacionamientos y frente a delitos contra la propiedad. No así en espacios públicos y frente a delitos violentos (homicidios, violación, robo con violencia, etc.). Además, también se ha apreciado que las cámaras no reducirían el delito, sino solo lo trasladarían a otros sectores aledaños sin esta presencia policial remota, lo que incluso agrava el problema.
En este sentido, y tal como solicitó el senador Carlos Montes en la discusión presupuestaria, es indispensable que antes de seguir con licitaciones públicas sobre el arriendo o la compra de este tipo de instrumentos, de alto costo, la subsecretaría entregue al Congreso un informe técnico sobre el impacto que han tenido las cámaras y los drones ya en acción en Chile, con o sin inteligencia artificial, además de clarificar sus lugares de instalación, los protocolos de seguimiento y la deontología de los personeros que las controlan.
En cuanto a nuestro tercer y cuarto cuestionamiento, sobre si existen en Chile protocolos deontológicos para quienes manejarán este instrumento, participación ciudadana o fiscalización externa sobre este, nuevamente la conclusión es clara. El caso chileno se puede presentar como un tipo ideal de ausencia de regulación legislativa al respecto. De hecho, las autoridades chilenas no encuentran limitación alguna para instalar dispositivos de videovigilancia, como tampoco está regulado el tratamiento que debe darse a la información recolectada por los circuitos de videovigilancia, ni de quienes tienen el derecho de visionar los datos, ni de los lugares donde uno puede o no instalar una cámara de vigilancia. Y todo esto, sin contar que en Chile no existe organismo alguno especializado para la protección de datos e información de personas en el ámbito de la utilización de la videovigilancia.
La verdad es que el caso chileno es peligroso y radicalmente diferente al europeo, donde el Convenio Europeo de Derechos Humanos y Libertades Fundamentales, entrega cuatro artículos robustos sobre la instalación, utilización, fiscalización y comunicación de la videovigilancia.
El primero, se refiere a las condiciones y lugares para la instalación de la cámara, el procedimiento de autorización de la instalación y de necesidad de información pública. El segundo artículo se refiere a las condiciones de funcionamiento del sistema de vigilancia, con las obligaciones impuestas a los oficiales responsables de ver las imágenes y las condiciones de acceso a la sala de operaciones. El tercer artículo se refiere al tratamiento de las imágenes grabadas con la definición de las reglas para la conservación y destrucción de imágenes, las normas de comunicación de los registros y el ejercicio del derecho de acceso a las imágenes. Y, por último, el cuarto artículo contiene disposiciones sobre la existencia, la composición y las misiones del Colegio de Ética encargado de supervisar los procedimientos y las libertades de los ciudadanos. En Francia, por ejemplo, los usuarios son informados de la existencia de cámaras; existe señalización en cada sitio, indicando la existencia de cámaras y existe un número de teléfono al que pueden llamar en caso de una queja o la necesidad de visualizar las imágenes.
Antes de terminar, creemos importante dejar constancia de otro punto ciego. La licitación pública sobre el arriendo de las 1.000 cámaras de vigilancia incluyó en sus bases la obligatoriedad de los oferentes de incorporar cámaras con reconocimiento facial e inteligencia artificial. Elemento bastante preocupante en un país donde no existe legislación, pues los análisis de inteligencia artificial de patrones de conducta no son algo que pueda tratarse a la ligera y menos cuando no existen cuadros legislativos claros, protocolos adecuados o instituciones fiscalizadoras.
Cuando se habla de estos patrones se hace referencia a eso que Antoinette Rouvroy y Thomas Berns llaman “gubernamentalidad algorítmica”, que consiste en un «tipo de (a)normativa o (a)racionalidad política basada en la recopilación, agregación y análisis automatizados de cantidades masivas de datos con el fin de modelar, anticipar y afectar de antemano los posibles comportamientos» (2013). Es decir, el fin del algoritmo es relacionar el comportamiento de un sujeto en el espacio público con patrones de conducta previamente construidos, a partir de su registro y almacenamiento, con el objeto de anticiparse a acciones delictuales o violentas.
Desde una considerable masa de datos, se definen modelos de comportamiento que se aplican a individuos o grupos de individuos cuyo contexto se ha juzgado similar a tal o cual modelo, pero no a la realidad. Las críticas a este positivismo digital son muchas, pero la principal descansa en el rasgo discriminatorio hacia minorías étnicas y estratos socioeconómicos vulnerables.
Como sea, el veredicto general es irrefutable. No es pertinente, dada la crisis social y sanitaria histórica que Chile experimenta. Es dudosa técnicamente, en ausencia de evidencia concluyente sobre la efectividad de la televigilancia. Y es cuestionable desde lo deontológico, dada la ausencia de un cuadro legal vigoroso que regule la instalación y el manejo de un instrumento de vigilancia comportamental. La adjudicación de 1.000 cámaras de videovigilancia a un precio de $13.900 millones, en plena crisis social y sanitaria, constituye una acción totalmente irresponsable, mayor aún que el comunicado de las Isapres sobre el alza de planes o de la decisión de las grandes empresas que se plegaron al congelamiento de contratos, repartiendo utilidades cuantiosas a sus accionistas. Pues, en el caso que nos preocupa, estamos hablando de una decisión del Estado, responsable del bien público.
Que se nos perdone por esta suspicacia, pero nada nos asegura que no existan otras licitaciones o gastos así de impertinentes, sea en Carabineros u otros ministerios y servicios, que por miedos del pasado o por oportunismo del presente, sigan ejecutándose sin considerar y perdiendo de vista nuestra primera prioridad: contener el COVID-19, apoyar a los más vulnerables y fortalecer nuestra delicada economía. No nos vaya a pasar que el día de mañana los hospitales colapsen, la cesantía llegue a los dos dígitos, la pequeña empresa quiebre, se cierren las becas de estudio al extranjero, pero nos quedemos con el arriendo de 1.000 cámaras de videovigilancia con inteligencia artificial.