Se ha hecho historia, se ganó un plebiscito de manera aplastante para modificar la constitución, un gran logro para el pueblo movilizado, o eso es lo que nos quieren hacer pensar. Si bien es innegable que el domingo se hizo historia, deberíamos tener cuidado de creer que la ciudadanía está siendo conductora de los cambios. Al contrario, los pueblos sólo son testigos de la transfiguración del Estado Guzmaniano. Hay que ser claros, el Apruebo ha triunfado en un proceso impuesto desde arriba; se ha confirmado en una suerte de gran encuesta lo que el año pasado era obvio, el anhelo de un cambio radical en la estructura de Chile. Antes de celebrar este supuesto triunfo nos debemos preguntar ¿por qué un plebiscito si las fuerzas históricas ya hablaron fuerte en las calles?
El pueblo debe mantenerse despierto y activo en las calles en pos de recuperar su rol protagónico en el proceso constituyente, para, de una vez por todas, asegurar las riendas de la soberanía y no soltarlas más.
Los defensores de la institucionalidad nos dirán que el plebiscito era un prerrequisito necesario para oficializar el proceso ciudadano venido desde las calles, e integrarlo a los aparatos democráticos del Estado chileno. Este argumento cuenta con una serie de contradicciones; por una parte, nada es necesario para “oficializar” la soberanía popular, la soberanía es una decisión última de la cual disponen los pueblos para autodeterminarse sin la injerencia de los poderes del Estado, ¿Qué diferencia existe entre los millones que salieron a protestar en los míticos días de octubre y quienes diligentemente votaron este domingo? La diferencia radica en que el pueblo movilizado supera las capacidades de control del Estado, mientras que la ciudadanía sufragante, dócil y ordenada, no presenta peligro alguno a los aparatos y dispositivos estatales. Por otro lado, creer que las formas de funcionamiento del Estado de Chile son democráticas es una falta a la historia de este país, la cual es categórica en presentar la naturaleza déspota y deshumanizada de este Estado que las elites quieren desesperadamente presentar como democratico y conciliador.
Entender la naturaleza del Estado es determinante. Debemos comprender esta maquinaria engrasada por el espíritu guzmaniano hace 40 años para develar los conjuros lanzados a cada una de las partes que lo componen. Cualquier fuerza que la integre, por progresista que se confirme, entrará en una espiral que acrecienta el poder estatal por sobre la soberanía popular. Esta es la base del liberalismo, que paradójicamente no otorga mayor libertad, sino que somete a un régimen de desposesión a las mayorías en favor de la acumulación y concentración de la propiedad en una minoría aglutinada principalmente en las comunas que votaron por el Rechazo. El sistema está hecho para ellos y funciona por ellos. Es decir, cualquier vía institucional alimentará este autómata en pos de la minoría regente en Chile. Creer lo contrario es entregar todo proceso de democracia real a los mismos aparatos erigidos para neutralizarla.
Todos quienes hemos luchado en las calles sabemos que es imperativo cambiar la constitución impuesta con el expreso propósito de contener y diluir la democracia. Jaime Guzmán hablaba de una democracia autoritaria y protegida, y claro, protegía a las elites de la voluntad popular que, de poder decidir, desecharía -y desechó- el régimen hacendal que estructura la sociedad chilena. Los aparatos como el sistema binominal y los senadores designados, o las maniobras como el cambio de LOCE (Ley Orgánica Constitucional de Enseñanza) a la LGE (Ley General de Educación), son unos de los muchos ejemplos de cómo el Leviatán chileno muta para perpetuar el esquema social neoliberal. Si el cambio constitucional que tanto pregonan los paladines del Apruebo también emana de las tripas del Estado, ¿qué garantías tenemos de que esta transformación no será un nuevo reacomodo en vistas de mantener el mismo orden social? Si la soberanía, en última instancia, la ejerció el poder legislativo, quien graciosamente nos otorgó este proceso constitucional, ¿que esperanza real de cambio tenemos? Si el poder soberano de este proceso está limitado por las formas estatales actuales, si no podemos litigar las estructuras que nos rigen y los pactos internacionales que deciden nuestro lugar en el mundo globalizado, ¿que tanta soberanía real está ejerciendo el pueblo?
El autómata estatal rápidamente ha movido sus piezas, pues cualquier cambio en la Constitución debe preservar la sobrevivencia de su esencia, o como versa la ley 21200, respetar el “carácter de República del Estado de Chile, su régimen democrático, las sentencias judiciales firmes y ejecutoriadas y los tratados internacionales ratificados por Chile y que se encuentren vigentes”. Y ahí está, para confirmar el conjuro, Bettina Horst de “Libertad y Desarrollo” pugnando por un Estado ni subsidiario ni solidario, cuidando los intereses de la élite a través de las discusiones instaladas en un parlamento secuestrado por los antagonistas de la soberanía popular, velando por el crecimiento continuo sin desarrollo para la ciudadanía. Ahí encontramos también a Juan Sutil, seguro de que en Chile se dará una “constitución razonable”, la que probablemente ya está en su escritorio, redactada y firmada en las entrañas del autómata, coincidiendo con Horst en un modelo a medio camino entre el libre mercado y la socialdemocracia. Instrumentalizados y marginados a los rincones de Twitter, encontramos a los progresistas que, como Gabriel Boric, son lobos disfrazados de ovejas, atrayendo y difuminando el poder popular, llevándolo en las sendas estatales, cuyos mecanismos eleccionarios traban toda participación directa, o en términos que adoran los burócratas: “La Convención no podrá intervenir ni ejercer ninguna otra función o atribución de otros órganos o autoridades establecidas en esta Constitución o en las leyes”. Consciente o inconscientemente, estos actores son parte de una maquinaria en cuyo centro están los horrores de miles de sacrificios que lleva inscrito en sangre el nombre de Jaime Guzmán.
A fin de cuentas, es bueno que quede fuera de toda duda el anhelo de cambiar este país, pero no nos deberíamos dejar engañar por una victoria fácil, la que aún no pasa de ser un gran triunfo moral. El proceso recién empieza, los mecanismos neutralizantes ya están en su lugar listos para obstaculizar la participación de independientes en el proceso, para forzarnos a usar el mismo sistema de elección parlamentaria y para reducir las expresiones de las distintas naciones del territorio a unos miseros escaños reservados. Mientras la oposición aún dilucida si conformar o no listas unificadas de cara a las elecciones de abril, Pablo Longueira se prepara para asaltar la presidencia de la UDI y desde allí dirigir los cuadros que los pregoneros del fascismo presentarán para bloquear cualquier intento de cambio estructural en la convención del próximo año. El pueblo debe mantenerse despierto y activo en las calles en pos de recuperar su rol protagónico en el proceso constituyente, para, de una vez por todas, asegurar las riendas de la soberanía y no soltarlas más.