El coronavirus no es solo un contexto, sino también un fenómeno en sí mismo, que ha atravesado cada ámbito de la vida cotidiana y de las relaciones sociales. La posibilidad, bastante obvia para los feminismos, de pensar el cruce del género con los efectos de la pandemia, ha hecho proliferar los ensayos, columnas y producciones de todo tipo, que miran la pandemia con lentes críticosRita Segato, María Galindo, Judith Butler, Paul B. Preciado y Alejandra Castillo son solo algunos de estos nombres. Este texto, dividido en dos partes, pretende ofrecer algunos puentes entre esas miradas, a la vez que cuestionar el quehacer feminista actual desde estos sentipensares. 

Quizás, sea algo inexacto decir que esta reflexión es sobre el virus. Es, más bien, sobre nuestra relación con él: el virus como motivo de alarma, de control y de confinamiento. Hemos visto al poder estatal responder de formas diversas a la emergencia sanitaria: desde la aplaudida gestión de la socialdemócrata Jacinda Ardern, primera ministra de Nueva Zelanda cuyas tempranas medidas han logrado aplacar los efectos de la pandemia en dicho país, hasta los horrores de Donald Trump en Estados Unidos, que ha dejado a su población completamente desatendida a la vez que insiste en los intentos de capitalizar la crisis (por ejemplo, tratando de comprar de forma exclusiva para su país una posible vacuna). 

En Chile, la gestión de la emergencia se ha acercado peligrosamente al segundo ejemplo. Si bien nuestro sistema sanitario goza de un buen nivel en el sentido técnico y profesional, especialmente en las principales capitales regionales, el desmantelamiento de la salud pública heredado de la dictadura y las políticas de recorte de gastos, agudizadas con el gobierno de Sebastián Piñera, legitiman las dudas frente a la capacidad de respuesta del sistema sanitario a la pandemia, planteadas tempranamente por los movimientos sociales, y ya en la crisis, respaldadas y profundizadas por asociaciones gremiales como el Colegio Médico, que ha sido un fuerte contrapunto técnico-político frente al Ministerio de Salud.

Desde el punto de vista social, nos encontramos en una catástrofe que nos impone ciertos tiempos y espacios. Por una parte, el aislamiento más o menos obligatorio ha dificultado enormemente la organización social, que desde octubre 2019 había alcanzado un ímpetu sin precedentes. La “agenda social” que se venía construyendo en base al proceso constituyente y demandas estructurales, aun con sus conflictos internos, negociaciones y quiebres, se pospuso sin más dilación una vez declarada la emergencia en el país. Pese a ello, los tiempos del capital han asumido el efecto contrario. Al tiempo que escribo estas letras, nos enteramos del millonario gasto estatal en nuevas tecnologías de vigilancia, cámaras con reconocimiento facial e inteligencia artificial; oigo noticias de las industrias contaminantes en Quintero-Puchuncaví que no han cesado de producir, pese a la sinergia posible con el virus en la salud respiratoria; también, de los intentos hostiles de empleados de grandes empresas que, aun en cuarentena, tratan de “comprar” dirigentes socioambientales para facilitar la aprobación de proyectos que devastan el territorio. 

El espacio y sus fronteras son también redibujadas a propósito de la pandemia: el confinamiento, más o menos obligatorio, nos impone recluirnos en los hogares, fortaleciendo los límites externos de las familias y rompiendo los vínculos sociales que se estuvieran construyendo. Porque la distancia física, como señaló recientemente Rita Segato, también es distancia social: la presencia del cuerpo cumple un rol afectivo-político que ha sido invisibilizado por demasiado tiempo, y es su abrupta ausencia la que nos permite revalorarlo. Según la autora, esta reclusión en el espacio doméstico-privado cercena las posibilidades de las mujeres al resituar las tareas de cuidado de forma exclusiva en el hogar, bajo su responsabilidad. 

Sumado a lo anterior, no podemos esquivar la mirada de las disidencias sexuales, para quienes el encierro, tal como para las mujeres, muchas veces significa exposición a la violencia en sus diversos tipos. Vemos aquí, que el régimen heterosexual se solidifica: por un lado, muchas de las mujeres que viven en pareja con un hombre, deben poner en el centro de su quehacer el núcleo familiar monógamo y heterosexual; y por otro, las disidencias que viven con núcleos familiares que les violentan, son obligadas por la fuerza a poner en pausa sus “desviados” estilos de vida. Aun si consideramos el contexto familiar como libre de violencia, la obligación de construir la vida en núcleos familiares, imposibilitados de abrir sus fronteras, dificulta la construcción de comunidad por fuera del mandato heteronormativo y capitalista.

La crisis económica que acompaña a la crisis sanitaria, como sabemos, corta el hilo por lo más delgado. A través de un Estado permisivo a destajo con los intereses del capital, vemos que los trabajos remunerados más afectados son precisamente los ya precarizados, que son donde las mujeres se desempeñan mayoritariamente. Sumado, por supuesto, a la mayor carga doméstica que el régimen domiciliario ha impuesto sobre ellas, y al alza espeluznante de la violencia de género, cuya única respuesta gubernamental ha sido nombrar como ministra del SERNAMEG a una pinochetista de extrema derecha, que ni siquiera nombraré. En esta situación, vemos con claridad cómo la “desigualdad radical” – como la ha llamado Judith Butler – se profundiza. La precarización de la vida, particularmente cruel con los cuerpos y existencias que son desechables para el orden patriarcal, capitalista y neocolonial, se reproduce a un ritmo mucho más acelerado que al que podemos responder. Por ahora, al menos.

Lecturas:

Judith Butler, El capitalismo tiene sus límites:  lavaca.org

Alejandra Castillo, Naufragio en el espectáculo de la catástrofe: Antígona Feminista

Astrid Pikielny, “Es un equívoco pensar que la distancia física no es una distancia social”: La Nación

Fuente: Ong AmarantaFotografías: @indomitafotografias

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